Gijón, aquellos años 50.

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En la década de los 50, Gijón era una ciudad tranquila y habitable, comedida y cortés. Los años 40 oscuros,tristes y silenciosos, cargados de hambrunas, habian pasado, y pareciamos caminar, expectantes, pero resueltos, por el camino adecuado, hacia la gozosa prosperidad de los 60.

El paisaje urbano ya no estaba tan roto y descalabrado, por la metralla de la guerra civil, como lo habia estado. Se reconstruian los inmuebles (sin sentido estético, mal, pobremente es decir de forma particularmente rica), se reparaban los destrozos, se lucían las fachadas. los Gijoneses, tantos años callados en público, volvían a elevar la voz en los cafés y en los chigres; no mucho, pero sí algo.

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En las cafeterías a la moda había ahora señoritas y señoras jóvenes, hermosas, bien vestidas, que se encaramaban a la barra para tomarse un vermú o un gin-fizz, entregandose a conversaciones muy gestuales, con cigarrilos turcos, de colores,  en la mano (de aquellos que venian en cajas planas, de latón) o bien fumando Bisonte, Bubi o Camel, según el estado de las provisiones que suministraba en el lugar el camarero encargado del próspero servicio. Pero, en cualquier caso, lo importante era que ya dejaba de estar mal visto el que las mujeres se mezclaran con los hombres, en los bares, y fumaran, como ellos, tabaco rubio o negro.

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En invierno, las calles, las plazas, los paseos, casi sin tráfico a motor, parecían grandes, amplios, y la gente caminaba sin prisas, charlando, parándose en mitad de la calzada, cambiando de acera por cualquier punto, sin tomar precauciones. Nosotros, los estudiantes universitarios por libre, aparte de la sentada laboral, le dábamos mucho al pie, y algo al culo, en las horas de asueto, las del cine, el café, el Ateneo o el SEU. Si no llovía demasiado, las castañas asadas y el Muelle eran nuestra costumbre. Paseábamos, calentandonos las manos con las castañas del bolsillo, y hablando de nuestras lecciones, de nuestra vida y de nuestras chicas, las que nos gustaban.

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Siempre cabía la esperanza, a diario, de ver a la persona que nos hacía tilín en la calle Corrida, en la pasada de última hora previa a la cena. Eran encuetros gratos y deslumbrantes, con el adiós, o la sonrisa, o la mirada, que ponían estrambote al soneto del Muelle. (Un Muelle, que por cierto, provisto de entidad, con húmedas losas medievales, fervientes de callos del capitán Ribot, entrañable capilla de la Trinidad, lonja de pescados y ametrallamiento de la mar en el paredón de Lequerique, y no este paseo confortable e impersonal de hoy, sin ningún caracter, con su ringla de farolitos cutres, cuidadosamente espaciados, que alumbran una dársena donde ya no hay barcas ni barqueros, sino una pobre flota de utilitarios, puestos a remojo.)

 

 

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Pero, como digo, además de pasear higienicamente, acudíamos al SEU y a los cines. El SEU era, para nosotros, un local cubierto y cálido donde podíamos sentarnos a charlar y a hacer planes, sin que nada ni nadie nos obligara a leer las obras de Jose Antonio, de Gimenez Caballero o de Ridruejo, hasta hoy. Al contrario, algunos leímos allí algunas cosas de Ortega y Unamuno, que no se encontraban en otras partes, entre los bocadillos de anchoas y partidas de ajedrez. Además, se podía hablar de todo, a un cierto nivel, y esto era cosa en absoluto desdeñable.
Y bueno el cine, claro está. Entonces, las películas eran lo de menos. Sacrificábamos gustosamente a Esther Willians por Greer Garson, o al revés, si, en el galopante recorrido de las colas de los cines, veíamos, en esta o aquella sala, al racimo de chicas de nuestro interés, aguardando el turno para sacar las entradas. Donde fuera, allí nos quedábamos.

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Luego, casualmente, concidíamos con ellas en los descansos de las películas, cuando corrían aturulladas, a los servicios para ¨empolvarse la nariz¨, como se decía a lo otro. A la salida del tocador, celebrabamos con ellas breves ruedas de prensa, muy breves, pero de mucha enjundia. Proponíamos guateques, fechas, horas, lugares, precio del cap y que se yo que más. Eran momentos mágicos, en los que cada cual, riendo y hablando mucho con quien no interesaba nada. Hasta que el sonido de los timbres nos esparcía a todos, como a pájaros escopetados….
Todo era más fácil, sin tener que estudiar ya, en el verano, cuando nos suscribiamos a los bailes del Náutico, y Gianni Ales y su orquesta nos alegraban la vida. Allí bebiamos nuestra compuestina que, en el buche, hacía de carburante para cruzar el salón y llegar hasta el objetivo, el sitio donde la chica, que no había perdido ripio de nuestra marcha, fingía sorpresa y asombro de que estuviéramos allí, a su lado, farfullando una invitación a la danza….

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Eran tardes hermosas, llenas de ilusión y de sentimiento. Igual que las mañanas de la playa (donde, en la arena, las muchachas ya no llevaban albornoz) o de los paseos hasta el parque de Isabel la Católica, lugar de rosas y de citas más o menos acordadas, donde, como cuando asoma el sol, aparecían por las revueltas de los senderos, a pie o en bicicleta, las inquietas muchachas del invierno, ahora frescas, lozanas y sonrientes, como flores nuevas, que se abrían a nuestras miradas.

NO SE HAN CERRADO.

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Isabel la catolica

Vista aérea del puerto y la playa, año 1958

El texto pertenece al libro Evocaciones de Gijón del escritor Ernesto Salanova.

Las fotografías pertenecen al libro Asturias biografía de una región de Juan Antonio Cabezas.

 

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