Del libro ¨Algunas notas sobre la evolución progresiva de Gijón en un cuarto de siglo¨.
La plaza de San Miguel por Ernesto Salanova. Diario EL COMERCIO, domingo, 30 de mayo de 1993.
A la plaza de Evaristo San Miguel, siempre se la denominó, en Gijón, la plazuela, a secas, nombre originario, que concordaba a todo el mundo acerca de la identidad del lugar, un hermoso y ovalado ombligo ciudadano, abierto a la piel de ocho bien nombradas calles, intimas y antiguas, que exigieron, desde su nacimiento, el remanso y la pausa, verdes y recoletos, de la «plazuela», para sus gentes en tránsito.
Allí, a la vera de aquel césped, salpicado de arbustos, de árboles y de bancos; cerca de la senda central del óvalo, presidida por la columna del reloj y escoltada por un puesto de dulces y golosinas, por un tazón de agua y por el medio busto alzado de don Evaristo San Miguel, tranvías y peatones daban en descarrilar, con frecuencia, ante el perenne café San Miguel, lleno de vetustez y de cálido encanto, dentro del lienzo circular de unos inmuebles de tres pisos.
Los tranvías, que venían de Somió, al salir de la calle de Uría y tomar la curva de la «plazuela», eran proclives a declinar el curso, en codo, de los railes, y seguían de frente, hasta topar y alzarse en la acera y en el verde de la plaza, con el consiguiente susto y guirigay de los usuarios, el humor de los mirones, las carreras de los chicos hacia el lugar de autos y el atisbamiento, también jocoso, del otro tranvía, que llegaba del Muelle y estaba a la espera del cruce, frente a Almacenes Soto. (El descarrilamiento, que decía, de los peatones, era voluntario y apacible, con penetración, parada, consumo y charla, si era posible, en el ámbito de entrañable café, el Cafetón, que le decimos ahora).
Durante la adolescencia, acudíamos mucho a esa plaza. Un grupo de niñas, de la calle de Uría, se dejaban ver por allí, locuaces y risueñas, abiertas al diálogo, en los bancos de doble asiento. A su espalda, con la cabeza vuelta, nosotros, los chicos del instituto, confraternizábamos con ellas, alardeando de buena memoria para los versos, arrogantes y amatorios, del Romancero, de Góngora o de Zorrilla.
Fotografía de Joaquín García Cuesta. 1946 Muséu del Pueblu d’Asturies
Recitando, charlando y riendo, nos acercábamos, por Capua, a la playa, para ver la mar y gesticular ante el viento. A veces, comprábamos cacahuetes y almendras, por allí, y, otra vez en los bancos de la plaza, concertábamos citas para la tarde, para mañana, para el domingo, ya mirando el reloj del redondel impávido e inexorable. Se marchaban, las chicas, a sus casas, y nosotros corríamos, como gamos, a las nuestras, con el ánimo encendido y alegre. Algunos llevábamos, por las páginas de los libros de texto, algún lacónico, pero expresivo, mensaje de la niña que nos había pedido el volumen para mirar los santos, y había dicho, en cualquier momento, mira, mira, el acueducto de Segovia, al objeto de que no tuviéramos que demorarnos, buscando su inscripción autógrafa. ¿Qué te puso, oye?, preguntaban, luego, en clase, Antonio Peláez o Macario Villa, el hijo del famoso bajo cantante gijonés, ambos, entre sí, vecinos, en la calle del Cura Sama. Pero uno se hacía el distraído, o el tonto, y se reía, dejándoles con las ganas de conocer los términos del mensaje.
COLECCIÓN IMÁGENES POSTALES DE GIJÓN. Fondo Vinck
Los tranvías, que venían de Somió, al salir de la calle de Uría y tomar la curva de la «plazuela», eran proclives a declinar el curso, en codo, de los railes, y seguían de frente, hasta topar y alzarse en la acera y en el verde de la plaza, con el consiguiente susto y guirigay de los usuarios, el humor de los mirones, las carreras de los chicos hacia el lugar de autos y el atisbamiento, también jocoso, del otro tranvía, que llegaba del Muelle y estaba a la espera del cruce, frente a Almacenes Soto. (El descarrilamiento, que decía, de los peatones, era voluntario y apacible, con penetración, parada, consumo y charla, si era posible, en el ámbito de entrañable café, el Cafetón, que le decimos ahora).
Durante la adolescencia, acudíamos mucho a esa plaza. Un grupo de niñas, de la calle de Uría, se dejaban ver por allí, locuaces y risueñas, abiertas al diálogo, en los bancos de doble asiento. A su espalda, con la cabeza vuelta, nosotros, los chicos del instituto, confraternizábamos con ellas, alardeando de buena memoria para los versos, arrogantes y amatorios, del Romancero, de Góngora o de Zorrilla. Recitando, charlando y riendo, nos acercábamos, por Capua, a la playa, para ver la mar y gesticular ante el viento. A veces, comprabamos cacahuetes y almendras, por alli, y, otra vez en los bancos de la plaza, concertábamos citas para la tarde, para mañana, para el domingo, ya mirando el reloj del redondel impávido e inexorable. Se marchaban, las chicas, a sus casas, y nosotros corríamos, como gamos, a las nuestras, con el ánimo encendido y alegre. Algunos llevábamos, por las páginas de los libros de texto, algún lacónico, pero expresivo, mensaje de la niña que nos había pedido el volumen para mirar los santos, y había dicho, en cualquier momento, mira, mira, el acueducto de Segovia, al objeto de que no tuviéramos que demorarnos, buscando su inscripción autógrafa. ¿Qué te puso, oye?, preguntaban, luego, en clase, Antonio Peláez o Macario Villa, el hijo del famoso bajo cantante gijonés, ambos, entre sí, vecinos, en la calle del Cura Sama. Pero uno se hacía el distraído, o el tonto, y se reía, dejándoles con las ganas de conocer los términos del mensaje.
1959 Mantequerias York, Plazuela San Miguel esquina Sta Doradia. Archivo Municipal de Gijón
Eran los años 40. En los años 50, ya entrábamos en el café San Miguel; ya aguardábamos, en la «plazuela», al tranvía que nos iba a llevar a Somió Park; ya visitábamos, en Menéndez Valdés, la librería Universal, de nuestro amigo Silverio Cañada, en procura de literatura subversiva; ya mírábamos, como todo el mundo, a la mona del fotógrafo Vinck, asomada al balcón de su casa de la «plazuela»; ya nos demorábamos al sol de la concurrida Casa York, donde se despachaba ese excelente jamón, cocido en vino blanco, que llamábamos ducles; ya los aficionados a la pesca con caña frecuentabamos Casa Oscar, de la calle de Menéndez Valdés, que era, entonces, y sigue siendo hoy, un inamovible reducto de atención y cortesía; ya habíamos descubierto, por obra y gracia de nuestro amigo Leuman (hijo), próximo a la plaza, la fascinación mundanal y picante de la novela Climas y del Lord Byrons, de André Maurois, dos verdaderas biblias literarias en aquel pobre y oscuro tiempo nuestro, que no hemos vuelto a leer, creo yo, por guardar grata memoria de aquel viejo encantamiento; ya sabíamos, en fin, que el guerrero gijonés del medio busto verdigris, alzado en la plaza, no tenía nada que ver con el Arcángel de su mismo nombre, San Miguel, salvo en el hecho de que ambos habían batallado lo suyo, en otras épocas, el uno en el cielo y el otro en la tierra.
Don Evaristo San Miguel, general liberal y progresista (autor, como es sabido, de la letra Himno de Riego, a la que puso música Salvador Gomis), se pasó, en la plazuela, toda la dictadura, dicen que a causa de una fuerte dosis de inopia, combinada con la santa sonoridad de su apellido. Yo creo que, más bien, fue porque, salvadas sus veleidades mozas, su larga ejecutoria realista y borbónica, que le acabó convirtiendo en Duque de San Miguel y Grande de España, le redimió del olvido y de la devastación. Alli sigue,y seguirá, inmutable, el arriscado general, mirando largamente, de soslayo, al viejo y querido Cafetón, mientras que por toda la plaza, y por toda la ciudad, se conjugan nuevos verbos urbanísticos.
Evaristo San Miguel. Fotografía de Constantino Suárez. Muséu del Pueblu d’Asturies
Plaza de San Miguel Entrada: Capua. Acuerdo: 9 de junio de 1939
Evaristo Fernández San Miguel y Valledor nació en Gijón en el año 1785. Militar, escritor, presidente de las Cortes Constituyentes en 1854 y autor de la letra del Himno de Riego, de carácter oficial durante la Segunda República española. Leemos en el Libro de Actas Municipal del día 5 de junio de 1862: «Habiendo fallecido el Excelentísimo Señor Don Evaristo Fernández San Miguel, Duque de San Miguel, el Ayuntamiento acordó oficiar a sus testamentarios dándoles el pésame y ofreciéndose para que las cenizas de Su Excelencia reposen en un nicho del Panteón que debe ocupar el centro del cementerio». La familia de Evaristo Fernández San Miguel contestó declinando el honor el 26 de ese mes y, a los siete años, pasó su nombre a formar parte del callejero, con cuatro curiosidades en este sentido. A veces fue denominada popularmente La Plazuela y aún hoy lo es. Otra curiosidad: muchos gijoneses —a pesar del busto del general que se conserva en la plaza— creen que está dedicada a San Miguel Arcángel. Otro detalle particular acerca de este nombre es que se obvió siempre en la denominación el primer apellido del general, y, como última curiosidad, diremos que antes de existir la plaza, en su lugar había un cafetín nocturno (Joaquín Alonso Bonet, Pequeñas historias de Gijón) cuyos dueños eran unos negros llamados Estanislao y Magdalena.
Nombres anteriores: Plaza de Evaristo San Miguel. Plaza del General Don Evaristo San Miguel (14 de diciembre de 1872). Plaza de Don Evaristo (22 de mayo de 1869). Plaza elíptica de El Arenal (17 de febrero de 1869). Plaza de la calle La Matriz (27 de enero de 1869).
Las calles de Gijón. Historia de sus nombres. Luis Miguel Piñera
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