Prólogo de: Joaquín Aranda Iriarte . Gijón 1946-2018
En la desembocadura del río Piles existían unas marismas de aguas estancadas que suponían un problema sanitario para la villa. A mediados del siglo XIX, Romualdo Alvargonzález Sánchez había intentado rellenarlas para convertirlas en una finca agrícola con una industria de conservas alimenticias y harina, «La Hormiga», utilizando como centro un molino de grandes dimensiones, «El Molinón» movido por las aguas de un pequeño río que desembocaba en el Piles. Su funcionamiento como tal duró poco tiempo, volviendo a transformarse en un lugar cenagoso y abandonado.
Tras el encauzamiento del último tramo del río Piles, a mediados de los años veinte el Plan de Mejoras del 36 recomendaba el saneamiento de toda esta zona y la construcción de un parque en ella. Se empezará más tarde, en 1941, encargando su realización a Ramón Ortiz, segundo jardinero del Ayuntamiento de Madrid y de la Casa de Alba. La margen izquierda será la primera que se acometa. Un acceso que se abre en esas fechas desde el Muro al Estadio la dividió en dos partes. En la más cercana al río se plantarán eucaliptos sin otra labor de jardinería. En la otra se realizará un tratamiento más urbano, distribuyéndose en parterres con un largo eje de circulación hasta el Gran Lago.
Poco tiempo después se produciría el comienzo de una profunda amistad entre el Parque de Isabel la Católica y un niño. Una amistad inconsciente e irresponsable, en el que el Jardín le acogía como un padre en sus actividades infantiles. Le dejaba montar en sus columpios, ruedas, balancines y cocodrilo (en los columpios nunca subía pues le asustaba la caída); le permitía dar de comer mendrugos de pan seco a sus palomas, gallinas, cisnes, ocas y patos; le daba albergue, junto con sus amigos, para jugar al escondite, «pío campo» y «policías y ladrones» o le acompañaba tranquilo en la pesca de «muiles» en el Piles. El niño creía que el Parque no cambiaba, que siempre era igual, que desde hacía siglos estaba allí esperándole para sus diversiones.
Con el paso de los años el niño se hizo mayor y empezó a leer libros sobre la historia de Gijón. Se enteró entonces de que el Parque era casi tan joven como él, que los árboles eran de su promoción y, ya perdida la inocencia, comenzó a mirarlo con otros ojos. Se convirtió en el sitio de paso para ir al futbol; en el lugar idóneo para hacerse fotografías con las amigas; en la pista para hacer deporte e incluso en el escenario para realizar juegos de ingenio.
Ahora el niño ha crecido y todas las mañanas, cuando se levanta, vuelve sus ojos hacia él y se da cuenta que los árboles de su amigo siguen y siguen creciendo. Ya le han cortado la vista del paisaje lejano. No ve ni la carretera de subida a La Providencia, ni las laderas de Somió con sus chalets colgados. Ahora sólo ve sus hojas cuyo color van cambiando con el paso de las estaciones. Algunas bandadas de pájaros sobrevolándolas, un maravilloso arco iris, que de vez en cuando aparece y el ruido producido por las anátidas por la noche, son efectos que de una u otra manera están ligados al Parque de una manera natural. Sólo las actividades humanas masivas que, en él o en su entorno, se realizan enturbian y agreden a su viejo amigo, con suciedad, humos y música ruidosa.
Hoy el niño se ha puesto contento porque a su amigo le están escribiendo una biografía, como a los grandes prohombres de la ciudad y se está enterando de toda su vida de una manera muy detallada. Muchas cosas ya se le habían olvidado y ha vuelto a recordarlas. Otras las descubre ahora por primera vez. Siente celos de su autor que ha investigado hasta el último detalle en bibliotecas y archivos por lo que se ha hecho más amigo que él de su Parque. El día que el libro esté impreso, saldrá a la terraza, se lo enseñará y le leerá alguno de los párrafos más interesante que ha escrito sobre él Javier Granda.
Podéis descargar el libro pinchando en el tíulo. El Parque de Isabel la Católica. Un parque para las cuatro estaciones.
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